LLOVÍA cuando salí de Suiza. Una lluvia lenta, melancólica, de gotas enormes, pesadas y silenciosas, que cubría calles y paisajes de una tristeza grisácea. Pero me sentía alegre al cabo de unos días en la Universidad de Neuchâtel. El sitio me encantó al borde del lago tranquilo e inmenso, bajo la muralla de montañas nevadas. La universidad es pequeña, íntima, perfectamente provista de tecnología moderna, pero con un toque de antigua cortesía. En la puerta de la cafetería de la Facultad de Artes hay un aviso pegado: «Tenue correcte est éxigée«. «S.V.P.», se añade, para suavizar la formalidad. El ambiente intelectual entre estudiantes y profesores me divertía. Todos están contentos con sus vocaciones. No se oye el llanto incesante, típico de otros países supuestamente avanzados, de enfados y reproches contra un Estado mezquino y una sociedad filistea. El tren me llevaba por una campiña próspera, cuidadísima y densamente poblada, sin esos barrios empobrecidos que suelen estar enclavados al lado del ferrocarril en otras zonas industrializadas. «En Suiza -me comentó un colega- sólo hay dos clases: la burguesía y la alta burguesía». Es como si en el país de Rousseau se hubiera conseguido el paraíso igualitario con que soñaba el filósofo, sin la tiranía con la cual nos amenazaba. ¿Cómo conseguir la felicidad suiza?
Parte de la solución se manifiesta en la cultura peculiar y particularista de Neuchâtel. Se practica allí, como en la mayor parte de la Romandía suiza, el francofonismo a ultranza, que desafía la autocomplacencia de los cantones alemanohablantes. El bilingüismo se enseña en todos los colegios del país, pero cada comunidad valora su propio idioma. Para comunicarse entre sí, suizos de hablas distintas prefieren el inglés. Los italohablantes se sienten marginados, aunque resignados al hecho de que sus vecinos no puedan disfrutar del uso del idioma de Petrarca. Se contentan, en cambio, con sus elevados presupuestos culturales, sus abundantes canales de televisión y sus propias instituciones educativas. Neuchâtel, además, es obstinada y orgullosamente protestante, desde que el evangélico implacable, Guillaume Farel, impuso su credo en el siglo XVI. En una plazuela del casco viejo se encuentra el pilar de la Justicia, restaurado con meticulosidad típicamente suiza, con sus colores vivos y doradura brillante. Al pie de la figura de Justicia, un papa abraza un soldán. Hasta ahora, los católicos son pocos y mayoritariamente extranjeros. Asistí a la misa de las cinco de la tarde en la basílica majestuosa de fines del XIX, un espacio calentito y acogedor, de piedra rosada, como el interior de un útero: la congregación era enorme pero todos eran portugueses, en cuyo idioma se celebraba el rito. La ciudad respira una atmósfera calvinista, donde casi todo está fermé le dimanche. Neuchâtel tiene su propia comida -riñones con rösti, salchichas sustanciosas y correosas, percas fritas del lago-, sus vinos límpidos y con poco cuerpo, su aperitivo de fabricación local y media secreta, que es el famoso absinthe de románticos y bohemios. Toda Suiza es así: un mosaico de particularismos. Comentaristas españoles que apoyan modelos centralistas de gobierno dirían que un caos. Pero funciona.
La confederación se compone de 26 cantones, de todas formas y tamaños. El cantón de Basel-Stadt tiene 37 kilómetros cuadrados de extensión, el de Graubünden más de 7.000. El menor de población, Appenzell Innerhoden, alberga a unos 16.000 habitantes. Zúrich tiene un millón y medio. Pero todos los cantones tienen casi los mismos derechos, según la Constitución (con ligeras modificaciones relativas al valor de las voces colectivas de cantones minúsculos en referéndums nacionales). Cada uno tiene su autonomía legislativa, capaz de promulgar leyes que no contradigan la legislación nacional y de determinar la política tributaria. Suiza no dispone de un jefe de Estado, sino que las funciones de la jefatura se ejercen colectivamente por los siete miembros del Consejo Federal, bajo la regla de que todos los partidos, idiomas, regiones y cantones deben tener una representación proporcional. La Constitución permite, además, que cualquier ley aprobada por las entidades federales pueda rechazarse en un referéndum convocado por 50.000 signatarios. Y casi la cuarta parte de los habitantes de Suiza son extranjeros.
A pesar de la existencia de tanta variedad, tantas jurisdicciones, tanta autonomía aparentemente irracional y un federalismo que parece disminuir el papel del Estado central, la cohesión del país y la eficacia de las instituciones nacionales son envidiables. Existen pocos héroes nacionales y el mayor de todos, Guillermo Tell, probablemente no existió. Otros héroes, en cambio, movilizan el amor de casi todos sus conciudadanos. Todos alaban a Henri Guisan, el comandante del ejército cuya acertada estrategia ayudó a mantener la neutralidad suiza en la Segunda Guerra Mundial. Todos evocan a Ferdi Kübler, el ciclista campeón mundial que murió recientemente y que es, tal vez, el mayor personaje de la historia deportiva suiza (aunque supongo que tiene rivales en el esquí, el hockey sobre hielo y otros deportes que desconozco). Todo suizo lee las historietas de Heidi -la niña suiza por antonomasia- y de la familia suiza Robinson. Les gusta cantar yodel y lucir trajes tradicionales: hace poco se negó la ciudadanía suiza a un solicitante porque no le gustaba el ruido del cencerro. Además, se emocionan con los valores nacionales: la ética del trabajo, el culto a la limpieza, la puntualidad. (En el congreso de Neuchâtel no se podía perder una ponencia, ya que todas las sesiones empezaban y terminaban justo en el horario que recogía el programa). La bandera nacional -«nuestra bandera roja y blanca que nos convoca a la unidad en paz», según reza la canción que se votó en 2015 para sustituir al himno nacional tradicional- se alza en todas partes. Todos apuestan por las selecciones nacionales deportivas. El ferrocarril es una cintura que efectúa la unidad del conjunto. El ejército es una forja de sentimiento nacional, en el cual todos los ciudadanos toman parte. Y no existen movimientos secesionistas.
No es sorprendente que sociólogos y especialistas en ciencias políticas haya estudiado el secreto del éxito suizo. En el fondo, las razones son evidentes. Los suizos están unidos porque son diversos. Su diversidad es lo que les enorgullece. Para ellos, funciona el federalismo tanto como debía de funcionar para otros países pluricomunitarios, como España. Aquí, en cambio, federalismo y cantonalismo son palabrotas políticas aborrecidas por la mayoría de los que creen en el mérito del Estado español. Conservan todavía el recuerdo poco apetecible de 1870 y la amenaza de desunión y anarquía. Habrá quien diga que Suiza es Suiza y España, España; y que el modelo suizo no se puede aplicar aquí sin desmontar el país. Pero, objetivamente, España se encuentra en una tesitura más propicia para encarar el reto de una reforma constitucional a la suiza. Tenemos por lo menos un idioma que hablan todos, mientras que en Suiza el multilingüismo es una piedad fingida: la verdad es que se entienden en inglés. Tenemos una tradición religiosa predominante, mientras que los suizos contestaron entre sí la última guerra religiosa en la historia europea. Llevamos por lo menos tres siglos compartiendo un solo Estado; Suiza no se unificó hasta 1848. Tenemos menos extranjeros y un porcentaje mayor de matrimonios intercomunitarios. Tenemos más motivos de orgullo histórico y más aprecio recíproco por los éxitos artísticos y literarios de nuestros pueblos constituyentes. Y la descentralización ha sido un aspecto clave de la historia democrática de España. Lo que sí falta es audacia creativa o imaginación para construir una España unida en la diversidad. En 1845, poco antes de la fundación del Estado suizo, Richard Ford calificó a España de «una mera amalgama». Tal vez valga la pena reconocer el hecho y acomodarnos a sus consecuencias. Al cabo de mi vuelta por la lluvia suiza, al llegar al aeropuerto de Ginebra, el sol salió, se levantaron las nubes y las cumbres destellaron con un resplandor que nos podría iluminar el camino.
Felipe Fernández-Armesto es historiador y titular de la cátedra William P. Reynolds de Artes y Letras de la Universidad de Notre Dame (Indiana, EEUU).
Fuente: El Mundo